Se despertó, hecha un furúnculo de despojos orgánicos catalépsicos, intentó desperezarse, primero la lengua, sí, podía moverla, y saboreó el cuajado vómito acumulado de varios días, eso le provocó arcadas y volvió a vomitar: los espasmos surgieron de sus entrañas y terminaron en violentas convulsiones por todo su grandioso su cuerpo. Esta vez se había despertado del todo, no había muerto. Se levantó con trabajosa dificultad agarrándose a la enorme hez petrificada que había a su lado, aún quedaban reflujos de su aroma ya marchito. Inspiró para llenarse los pulmones, olía a mierda, olía a vómito, olía a suciedad, olía a vida. Se restregó con el dorso de una mano para apartar los restos que le colgaban de la barbilla y sintió el templado calor de ese vómito deslizarse por la piel. Percibió ese mismo calor descender de entre sus piernas, y vio cómo las líneas rojas de su menstruación desembocaban en el suelo como riachuelos en un mar. Se sentía tan feliz de sentirse tan viva que no pudo evitar llorar y embadurnarse la cara de aquel líquido rojo que le cubría las piernas, sí, podía olerlo, la máscara de la vida. Aquella plenitud hizo que de repente tuviera un súbito orgasmo que se expandió por todas y cada una de las células de su cuerpo, fue un éxtasis largo, delicioso, temblaba. Cuando salió de su trance tenía la piel más sensible y notó que los restos orgánicos que la cubrían de los pies a la cabeza empezaban a molestar. Supo entonces que necesitaba un buen baño, y se dirigió con toda su desnudez recubierta de despojos, al gran río de la verdad.
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